Cuando la FIFA anunció que la Copa Mundial de 2026 regresaría a Norteamérica, la promesa sonaba grandiosa: una celebración continental que uniría a Estados Unidos, México y Canadá a través del deporte más popular del planeta. Sin embargo, cuando comenzaron las primeras ventas de entradas, la ilusión de unidad se transformó rápidamente en frustración.

El sistema de precios dinámicos, los sorteos poco transparentes y las crecientes restricciones de visado en Estados Unidos han convertido lo que debía ser un festival global en un club exclusivo. Mientras el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, asegura que “el mundo será bienvenido”, la realidad parece contradecirlo. Para millones de aficionados el mensaje es claro: si quieres disfrutar del Mundial sin vaciar tus ahorros —o sin enfrentar meses de espera por una visa— mejor dirígete al norte o al sur de la frontera estadounidense.

La economía de la exclusión

El corazón de la controversia está en los precios sin precedentes de las entradas. En mundiales anteriores, incluso los asientos más costosos rara vez superaban los 1.600 dólares. Para 2026, esa cifra se disparó. La final en el estadio MetLife de Nueva Jersey alcanza los 6.730 dólares por boleto, mientras que incluso los asientos en las gradas superiores pueden superar los 2.000.

Los partidos de la fase de grupos, tradicionalmente accesibles para las familias locales, se han vuelto un lujo. En Los Ángeles, el boleto más barato para el debut de la selección estadounidense cuesta 560 dólares, más del doble que los partidos inaugurales en México o Canadá. En comparación, las entradas para el primer encuentro de México en Ciudad de México parten de 370 dólares y en Toronto rondan los 355.

¿Qué impulsa estos números? La FIFA experimenta con el llamado “precio dinámico”, un modelo tomado de la industria de los conciertos que permite que las tarifas fluctúen según la demanda. En la práctica, cada venta se convierte en una subasta algorítmica que premia la velocidad, la riqueza o la suerte en línea, más que la lealtad o la pasión de los fanáticos.

Una historia de tres anfitriones

El formato trinacional pretendía simbolizar la cooperación entre fronteras. En cambio, ha expuesto las profundas diferencias económicas y políticas del continente.

Estados Unidos: el anfitrión fortaleza

Aunque albergará la mayoría de los 104 partidos, Estados Unidos se está convirtiendo en el destino menos accesible. Más allá de los precios de las entradas, los aficionados extranjeros enfrentan elevados costos de viaje, escasez de visados y preocupaciones de seguridad en medio de una tensa situación interna.

Los tiempos de espera para obtener una visa de turista superan los 12 meses en numerosos países, especialmente en América Latina y África, regiones donde el fútbol despierta pasiones profundas. Mientras Canadá y México han adoptado procesos digitales o acelerados, Washington se ha negado a implementar un sistema exprés similar al que usaron Qatar o Rusia en ediciones anteriores.

Incluso los ciudadanos de países incluidos en el Programa de Exención de Visas deben enfrentar controles de antecedentes más estrictos, introducidos durante la administración Trump, que además reactivó redadas migratorias y despliegues de la Guardia Nacional en varias ciudades sede.

La ironía resulta evidente: el evento más global del mundo, organizado por un país que parece empeñado en cerrar sus puertas.

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México: pasión y accesibilidad

Para muchos aficionados, México se perfila como el corazón espiritual y económico del torneo. Los boletos son más asequibles, la cultura futbolera es vibrante y los requisitos de entrada resultan menos engorrosos.

En Guadalajara, las entradas de la fase de grupos promedian 210 dólares, mientras que en Monterrey se encuentran algunas de las experiencias más económicas del campeonato, alrededor de 197 dólares. Pero más allá del precio, el fútbol en México está incrustado en la vida cotidiana. Ese tejido social garantiza estadios llenos y un ambiente genuinamente popular.

El Estadio Azteca, ya leyenda mundialista, albergará el partido inaugural. Y a diferencia de Los Ángeles o Nueva York, los negocios locales se preparan no para un turismo de lujo, sino de volumen: hoteles medianos, vendedores de comida callejera y operadores turísticos modestos que anticipan un auge.

Canadá: la alternativa tranquila

En Toronto y Vancouver, el Mundial se promociona como una extensión de la imagen de Canadá: inclusión, seguridad y diversidad. Los precios de las entradas se ubican en un punto medio —entre 260 y 400 dólares para los partidos de grupos— y el proceso de visado para la mayoría de los países europeos y de la Commonwealth es sencillo.

Las agencias de turismo ya están aprovechando el momento. Desde zonas de aficionados bilingües hasta paquetes que combinan fútbol y naturaleza, Canadá se posiciona como la opción sin estrés para quienes desconfían de la burocracia y la tensión política estadounidense.

El precio de la codicia

Para la FIFA, los incentivos financieros nunca habían sido tan grandes. La entidad espera ganancias récord gracias a la ampliación del torneo —48 selecciones en lugar de 32— y a la venta dinámica de boletos. Pero el costo humano crece al mismo ritmo.

El Mundial de 2026 podría convertirse en el más exclusivo de la historia, no por razones de seguridad o logística, sino porque solo los más acomodados podrán asistir. Las familias comunes están siendo desplazadas de un sueño que antes unía generaciones.

Esta comercialización refleja una tendencia más amplia en la economía del entretenimiento estadounidense. Desde el Super Bowl hasta las giras de estrellas pop, las “experiencias premium” han reemplazado al acceso popular. La apuesta de la FIFA por el precio dinámico consolida un cambio de paradigma: el deporte deja de ser un evento comunitario para convertirse en un activo especulativo.

Muros de visas y gradas vacías

Más allá del costo, la crisis de visados podría aislar aún más a Estados Unidos de la comunidad futbolística global. Exdiplomáticos y analistas de viajes advierten que los largos tiempos de procesamiento podrían impedir la entrada de miles de aficionados.

La percepción cuenta. Sectores vacíos en los estadios estadounidenses —transmitidos a miles de millones de espectadores— enviarían el mensaje opuesto al que la FIFA quiso proyectar al elegir a Norteamérica como símbolo de apertura. Y para un país que aún lidia con la polarización política y el descenso del turismo, esa imagen sería desastrosa.

Ganadores al norte y al sur

Mientras las ciudades estadounidenses enfrentan costos altísimos y desafíos logísticos, Canadá y México parecen los grandes beneficiados. Las agencias de turismo de ambos países reportan un incremento notable de reservas para el verano de 2026.

Ciudad de México prevé un aumento del 25% en la ocupación hotelera, mientras que Toronto y Vancouver anticipan cifras récord de visitantes, no solo durante los partidos, sino durante toda la temporada turística. Para los viajeros con presupuesto ajustado y los aficionados neutrales, estos destinos ofrecen mejor relación calidad-precio, políticas de entrada más amigables y una autenticidad que Estados Unidos podría no igualar.

Los economistas señalan que incluso un modesto cambio en el flujo de turistas puede tener efectos considerables. “Si apenas el 10% de los aficionados opta por México o Canadá en lugar de Estados Unidos, eso representa cientos de millones de dólares en ingresos perdidos para las ciudades estadounidenses”, explica un analista del sector. “Son viajeros que gastan en comida, alojamiento y transporte local, elementos que sostienen a los pequeños negocios.”

El gran escenario y el guion equivocado

El Mundial de 2026 debía marcar el regreso triunfal del torneo a Norteamérica, 32 años después del histórico USA ’94, que rompió récords de asistencia. En aquel entonces, los boletos accesibles y la curiosidad del público ayudaron a que el fútbol encontrara un lugar en la cultura estadounidense.

Ahora, el riesgo es que la historia se invierta. La combinación de precios inflados, burocracia y tensiones internas podría transformar lo que debía ser un espectáculo unificador en una advertencia sobre la sobrecomercialización y el aislamiento político.

La dirigencia de la FIFA insiste en que será “el Mundial más grande y mejor de todos los tiempos”. Pero el tamaño no garantiza el éxito. Para millones de aficionados, el alma del torneo no está en las cifras de ingresos, sino en su accesibilidad: la posibilidad de compartir, hombro a hombro, con desconocidos de todo el mundo y sentir que forman parte de algo más grande que el deporte.

Si esos fanáticos terminan celebrando en las calles de Guadalajara o a orillas del malecón de Vancouver en lugar de los estadios estadounidenses, no será solo un error económico. Será un error simbólico.

Un gol perdido para el fútbol

Al final, el Mundial de 2026 podría pasar a la historia como el torneo que evidenció cuán lejos se ha alejado el deporte global de sus raíces comunitarias.

La decisión de la FIFA de privilegiar las ganancias sobre la participación ha transformado lo que debía ser una celebración generacional en un espejo de la desigualdad.

El sueño compartido del continente sigue vivo, pero su latido más fuerte quizá se escuche fuera de las fronteras estadounidenses.