Si uno no sabe lo que busca, puede pasar de largo. Gibara no tiene grandes letreros de neón ni autopistas atestadas de turistas. Lo suyo es otro ritmo. Está al norte de Holguín, pegada al mar, como si siempre hubiera sabido que su belleza no necesita alarde.

Le dicen la Villa Blanca, por sus fachadas coloniales que brillan bajo el sol, y también por los cangrejos blancos que cruzan la ciudad cuando llega su época. Un espectáculo que parece sacado de una película, pero que es parte de la vida real. Y es que todo en Gibara tiene ese aire de “¿cómo no la conocía antes?” que enamora sin hacer ruido.

Un pasado que todavía respira

Donde Colón ancló su mirada… y algo más

La historia de Gibara no empezó ayer. En 1492, Cristóbal Colón se refugió aquí de una tormenta y escribió en su diario que este lugar era perfecto para fundar algo grande. Pero pasaron más de dos siglos hasta que alguien lo escuchó. Fue en 1817 que se levantó la primera fortaleza, la Batería Fernando VII, y así comenzó la vida de este pequeño puerto.

Los restos de esa época siguen ahí. Las ruinas del fuerte El Cuartelón, por ejemplo, tienen esa mezcla de abandono y dignidad que conmueve. Y hay algo más poderoso que los muros: la sensación de estar en un sitio que sobrevivió a piratas, ciclones, indiferencias… y que sigue de pie.

Gibara. Foto: Depositphotos

El corazón colonial que sigue latiendo

Caminar por el centro de Gibara es como abrir una caja de sorpresas. Aquí, una iglesia con frescos que te hacen levantar la cabeza. Allá, una antigua sede del Casino Español que te transporta al siglo XIX. Hay una réplica de la Estatua de la Libertad en el parque central, como si la ciudad dijera: “también nosotros tuvimos nuestro grito”.

No es casualidad que todo esto esté protegido como Monumento Nacional. Tampoco es pose: es orgullo. Gibara ha sabido cuidar sus calles, sus fachadas, su historia. Y eso se nota. Se siente.

No todo ha sido fácil. Ciclones como Ike y Sandy golpearon fuerte. Muchas casas se perdieron, hubo que empezar de cero. Pero Gibara resistió. Foto: Depositphotos

Un festival que le cambió la vida

A veces una idea cambia el destino de un lugar. Eso hizo Humberto Solás, el gran cineasta cubano, cuando decidió crear aquí el Festival Internacional de Cine Pobre. Corría el año 2003 y el mundo todavía miraba con escepticismo al cine de bajo presupuesto. Pero Solás vio otra cosa: talento sin recursos que merecía ser visto.

¿Por qué Gibara? Porque era bella, sí. Pero también porque tenía alma. Aquí filmó sus películas Lucía y Miel para Oshun, y sabía que esta ciudad podía ser más que escenario. Podía ser protagonista.

Cada abril, Gibara cambia. Se llena de cámaras, de luces, de voces que discuten de cine mientras beben café frente al malecón. Pero lo más bonito pasa en las calles: vecinos que abren sus casas, que cocinan para los invitados, que bailan hasta tarde como si la alegría fuera también patrimonio.

No es solo un evento cultural. Es una fiesta del alma. Y de paso, una oportunidad real para el desarrollo local. Basta entrar en la tienda La Dalia, especializada en productos del festival, para ver cómo arte y economía pueden caminar de la mano.

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Naturaleza con sabor a descubrimiento

La bahía de Gibara es de esas que invitan al silencio. Profunda, serena, con un canal natural que la hace perfecta para navegar. Desde el Hotel Ordoño, uno de los íconos restaurados con cariño, se puede ver cómo el mar se cuela entre los tejados coloniales como queriendo participar de la vida del pueblo.

Más allá, están las playas. Playa Blanca, pequeña y de arena tan fina que parece harina. Caletones, con sus piscinas naturales escondidas entre rocas. Y Los Bajos, camino a Bariay, el sitio exacto donde Colón pisó tierra cubana. Cada una tiene su propia energía, su modo de acariciar al viajero.

Cuevas, aves y secretos bajo tierra

Si uno busca aventuras, también las hay. A apenas dos kilómetros del pueblo está la Cueva de los Panaderos. Dentro, estalactitas que se parecen a mamuts y pasadizos que parecen de otro mundo. Es tan mágica que incluso se usa como sede cultural durante algunos festivales.

Y si el interés es la fauna, basta con traer binoculares. Gibara está justo en el eje de migración de aves del Caribe. Hay zonas como el Río Cacoyugüín donde se pueden ver especies únicas, posadas con total naturalidad sobre un entorno que parece hecho para la contemplación.

Sabores del mar, servidos con el alma

Gibara huele a mar. Y sabe a mar. Su tradición pesquera se nota en cada plato. Langosta, pargo, cangrejo. Y, si uno quiere probar algo realmente local: la huevá de cangrejo. Una delicia que los gibareños preparan como si fuera un tesoro de familia.

Hay restaurantes con vista al mar, como El Faro o La Cueva, ambientada como si estuvieras dentro de una gruta indígena. Pero lo más recomendable es comer en una casa particular. Porque ahí no solo comes: compartes. Y eso no se olvida.

Las casas particulares de Gibara son más que alojamientos. Son hogares abiertos. Algunas están justo al borde del mar, otras cerca del parque central, pero todas tienen algo en común: la calidez. Los anfitriones cocinan, te recomiendan rutas, y hasta te cuentan historias que no aparecen en ninguna guía turística.

Y si prefieres algo más señorial, el Hotel Ordoño ofrece una experiencia más clásica, pero sin perder el contacto con la ciudad. Restaurado con mimo, combina arquitectura colonial con comodidades modernas. Desde su terraza se ve todo: el mar, el pueblo, el tiempo suspendido.

Crecer sin perder la esencia

Gibara no quiere ser otro Varadero. Quiere ser ella misma. Por eso su estrategia turística es inteligente: más naturaleza, más cultura, más identidad. Se están promoviendo rutas temáticas, turismo de buceo, senderos ecológicos. Todo pensado para atraer a quienes buscan algo más que una postal.

Y lo mejor es que la comunidad está al centro. Desde los cocineros hasta los guías, todos participan. Todos se sienten parte de un proyecto común que no busca llenar hoteles, sino corazones.

No todo ha sido fácil. Ciclones como Ike y Sandy golpearon fuerte. Muchas casas se perdieron, hubo que empezar de cero. Pero Gibara resistió. Reconstruyó. Renació. Y lo hizo con dignidad.

Quizás por eso, cuando uno la visita, siente algo especial. No es solo lo que ve. Es lo que se percibe. Una mezcla de orgullo, de paz, de bienvenida sincera. Como si la ciudad te dijera al oído: “gracias por venir, aquí tienes tu lugar”.