Un siglo después de su nacimiento en el barrio habanero de Santos Suárez, la voz de Celia Cruz sigue vibrando en cada esquina donde suene un tambor, una trompeta o un coro que grite “¡Azúcar!”. No es una simple onomatopeya: es una declaración cultural, una contraseña de alegría que conecta a los pueblos del Caribe con sus raíces africanas y con una energía vital que la artista supo convertir en lenguaje universal.

La suya fue una historia escrita a contratiempo: mujer, negra y pobre en la Cuba de los años 40, se atrevió a irrumpir en un escenario musical dominado por hombres blancos y a transformar las limitaciones sociales en ritmo, en baile y en una voz que se volvió inmortal.

De Santos Suárez al mundo

Úrsula Hilaria Celia de la Caridad Cruz Alfonso nació el 21 de octubre de 1925. Su padre, fogonero de trenes, quería que fuera maestra, pero desde niña ya era dueña de un timbre tan poderoso que los vecinos salían al portal solo para escucharla cantar. Su madre y una tía la empujaron a probar suerte en los concursos radiales de la época, donde su voz ronca y cálida se impuso con naturalidad.

En 1950, cuando reemplazó a Mirta Silva como vocalista de La Sonora Matancera, comenzó la leyenda. Aquella agrupación era el corazón de la música popular cubana, y con Celia al frente, la guaracha se volvió himno. Temas como Cao cao maní picao, Burundanga o Yerberito moderno rompieron las fronteras del Caribe y encendieron pistas de baile en México, Colombia y Venezuela.

Desde entonces fue “La Guarachera de Cuba”. Ninguna otra voz lograba combinar la disciplina del conservatorio con la espontaneidad callejera del son. En cada grabación parecía que la isla entera respiraba a través de ella.

El exilio y el nacimiento de una reina

El 15 de julio de 1960, durante una gira en México con La Sonora Matancera, Celia tomó una decisión que cambiaría su destino: no volvería a Cuba. La Revolución acababa de consolidarse y el nuevo gobierno comenzaba a controlar los medios y las compañías musicales. La cantante, que soñaba con libertad artística, prefirió el camino incierto del exilio.

Nunca pudo regresar a despedirse de su madre, que murió dos años después. A partir de ese dolor nacería una nueva Celia: la artista que convertiría la nostalgia en fuego. En Nueva York se reencontró con la efervescencia de los sonidos latinos, y su voz se fundió con la explosión salsera que tomaría el planeta por asalto en los años setenta.

Junto a Tito Puente, Johnny Pacheco, Willie Colón y Rubén Blades, fue parte esencial de la Fania All Stars, el colectivo que dio forma definitiva al concepto de “salsa”. Con ellos grabó himnos como Quimbara, Bemba colorá y La vida es un carnaval, canciones que se transformaron en un manifiesto de identidad y resistencia cultural para millones de latinos en Estados Unidos y América Latina.

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El sonido del azúcar

Pocos artistas logran que una palabra se vuelva símbolo. En el caso de Celia, ese milagro ocurrió una tarde cualquiera en un restaurante de Miami. Un camarero le preguntó si quería su café con azúcar o sin azúcar, y ella respondió con picardía: “¡Chico, tú eres cubano, cómo me vas a preguntar eso! ¡Con azúcar, mi vida, con azúcar!”.

Aquel gesto espontáneo se transformó en su grito de guerra. Cada vez que subía al escenario y exclamaba “¡Azúcar!”, el público respondía con una ovación que sellaba un pacto de alegría. Era más que una consigna: era una forma de decir que la dulzura puede ser también una trinchera.

La palabra acompañó su carrera hasta el final y trascendió generaciones. Hoy aparece en murales, monumentos, camisetas y canciones de nuevos artistas urbanos que la reivindican como ícono de la negritud, la libertad y la fiesta.

Celia Cruz at the Music Midtown Festival in Atlanta, Georgia on May 7th, 2000. Photo; Scott Gries/ImageDirect

La era Fania y la conquista global

La unión con Fania Records la llevó a los escenarios más grandes del mundo. En 1973, cuando cantó en el Yankee Stadium ante más de 40.000 personas, su energía desbordó los límites del género. Su presencia magnética, su carcajada explosiva y esos vestidos de lentejuelas imposibles convirtieron cada concierto en una celebración del poder femenino en un ambiente que todavía la veía como “una excepción”.

Celia nunca fue una excepción: fue una pionera. Abrió espacios para que artistas como La India, Gloria Estefan o Albita pudieran existir sin pedir permiso. Su música, que mezclaba lo afrocubano, lo caribeño y lo urbano, prefiguró el sonido globalizado que décadas más tarde dominaría el mercado latino.

El impacto fue tan grande que incluso quienes no entendían español bailaban sus temas. Su voz tenía una cualidad universal: transmitía alegría, incluso en las letras más tristes. “Mi vida es cantar”, decía, y lo cumplió hasta el final.

Entre la nostalgia y la inmortalidad

Celia Cruz murió el 16 de julio de 2003, en Nueva Jersey, víctima de un tumor cerebral. Tenía 78 años y seguía soñando con escenarios. En su ataúd, cuenta su esposo Pedro Knight, colocaron un puñado de tierra cubana que ella había guardado desde su visita a la base naval de Guantánamo en 1990. “Para que cuando me muera, vuelva a mi tierra aunque sea simbólicamente”, había dicho.

A su funeral en Nueva York asistieron decenas de miles de personas. La Quinta Avenida se cerró y las calles se llenaron de flores, tambores y lágrimas. Fue una despedida monumental, como si el Caribe entero se hubiera mudado a Manhattan para rendir tributo a la mujer que convirtió la nostalgia en carnaval.

El legado de una voz eterna

A cien años de su nacimiento, el legado de Celia Cruz no se mide solo en cifras —más de 70 discos, 23 de oro, tres Grammy y cuatro Grammy Latinos— sino en el eco de su influencia. Fue la primera afroamericana en aparecer en una moneda de Estados Unidos, tiene una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, un museo lleva su nombre en Nueva Jersey y un asteroide orbita el espacio con la designación “Celia Cruz”.

Su figura está presente en los murales del Bronx, en los homenajes del Museo Nacional de Historia Americana de Washington y en los nuevos vinilos que reeditan su obra. Pero sobre todo, vive en los músicos que heredaron su espíritu: en la energía de Marc Anthony, la teatralidad de Gloria Estefan, la exuberancia de La India, o el poder simbólico con el que artistas afrolatinas reclaman hoy su identidad.

Celia Cruz rompió barreras de raza, género y geografía. En una época en la que los ritmos tropicales eran vistos como entretenimiento menor, los transformó en bandera cultural y en patrimonio mundial. Cada vez que una orquesta comienza a tocar un son, su sombra se hace presente.

Cien años de Celia: lo que el azúcar no puede disolver

En este centenario, el mundo entero le rinde homenaje. Desde el Callao peruano, donde se inauguró una estatua en su honor, hasta Nueva York, donde una escuela pública lleva su nombre, pasando por Santo Domingo, donde un musical revive su historia. En Cuba, su voz —prohibida durante décadas— vuelve a sonar en las nuevas generaciones, convertida en símbolo de memoria y reconciliación.

Celia Cruz no fue solo una cantante, sino una arquitecta del sentimiento latino. En su timbre vibraban siglos de historia, herencias africanas y esperanzas caribeñas. Su vida fue una partitura que unió a los pueblos y demostró que la alegría también puede ser un acto político.

Hoy, cuando las plataformas digitales rescatan sus grabaciones y millones de usuarios descubren en La vida es un carnaval una filosofía de resistencia, queda claro que Celia no se fue. Solo cambió de escenario.