En la era donde el espectáculo y la política se confunden cada vez más, Donald Trump ha vuelto a situarse en el centro de la escena mundial. El mandatario estadounidense lanzó una amenaza que recorrió el planeta: podría pedir a la FIFA que retirara a Boston como una de las sedes de la Copa Mundial de 2026 y, si lo consideraba necesario, trasladar los Juegos Olímpicos de 2028 fuera de Los Ángeles.
Su argumento sonó tan sencillo como autoritario: si una ciudad, especialmente una gobernada por demócratas, no era “segura”, él podría llamar al presidente de la FIFA, Gianni Infantino, o al Comité Olímpico Internacional (COI) y mover los eventos.
“Me encanta la gente de Boston”, dijo Trump. “Pero su alcaldesa no es buena. Si alguien está haciendo un mal trabajo y hay condiciones inseguras, llamaría a Gianni y le diría: ‘Movámoslo’. Él lo haría muy fácilmente”.
La frase, entre provocación y amenaza, desató una tormenta. ¿Puede un presidente de Estados Unidos realmente cancelar partidos del Mundial o los Juegos Olímpicos por razones políticas?
La respuesta corta es no. La larga revela mucho sobre cómo el poder político intenta invadir los territorios del deporte.
Una vieja estrategia: la seguridad como teatro político
No es la primera vez que Trump utiliza los grandes eventos deportivos como herramienta de presión. Apenas unas semanas antes había advertido que podría quitar partidos del Mundial a Seattle y San Francisco, también gobernadas por demócratas. El argumento fue el mismo: el supuesto descontrol y la inseguridad.
Ahora el blanco es Boston. El presidente acusó a la alcaldesa Michelle Wu de “permitir que la ciudad sea tomada por la izquierda radical”, aludiendo a vídeos virales de supuestos disturbios urbanos. Sin embargo, los datos del FBI contradicen su relato: Boston está muy por debajo de la media nacional en criminalidad y más de cien ciudades presentan tasas más altas, entre ellas Kansas City, también sede del Mundial 2026.
La discrepancia entre los hechos y su discurso no es un error, sino una táctica. Trump utiliza la narrativa del desorden urbano para proyectar una imagen de fuerza y para desacreditar a sus adversarios demócratas. En su lógica, la seguridad es un recurso de poder, no una política pública.
Consulte además: Dossier de la Copa Mundial de la FIFA 2026
Contratos más fuertes que la política
Más allá de la retórica, existe un obstáculo imposible de ignorar: el presidente de Estados Unidos no tiene autoridad legal para modificar las sedes de la Copa Mundial o los Juegos Olímpicos.
La FIFA rige sus torneos mediante contratos estrictos, firmados con los comités organizadores locales y las autoridades municipales. Esos acuerdos son documentos privados con validez internacional, amparados por la legislación suiza, donde se encuentra la sede del organismo.
En el caso de Boston, los partidos ni siquiera se disputarán dentro de la ciudad, sino en el Gillette Stadium, en Foxborough, a unos 50 kilómetros. El estadio pertenece al empresario Robert Kraft, viejo amigo de Trump y propietario de los New England Patriots, quien firmó con FIFA hace años los compromisos de organización. Romper ese contrato implicaría un proceso judicial largo, costoso y políticamente suicida.
Como recordó Víctor Montagliani, vicepresidente de FIFA y presidente de la Concacaf:
“El fútbol es más grande que los líderes mundiales. Sobrevivirá a sus gobiernos y a sus eslóganes.”
En otras palabras: Trump puede hablar, pero no decidir.
Los Ángeles 2028, el muro olímpico
Si la amenaza a Boston ya rozaba lo absurdo, la idea de mover los Juegos Olímpicos de Los Ángeles es directamente imposible.
El artículo 33 de la Carta Olímpica establece que la elección o cambio de una sede solo puede ser decidido por la Sesión del COI, integrada por 107 miembros. Una vez que la ciudad anfitriona es designada —como Los Ángeles en 2017— se firma el Contrato de Ciudad Sede entre el COI, el Comité Olímpico Nacional y el comité organizador local.
El gobierno federal puede ofrecer apoyo logístico o de seguridad, pero no tiene poder sobre el contrato. Intentar modificarlo de manera unilateral violaría el derecho internacional y generaría sanciones millonarias.
Los Ángeles 2028 representa una inversión superior a los 6.900 millones de dólares, casi totalmente financiada por patrocinadores privados. Las sedes —el Coliseo, el SoFi Stadium, la Villa Olímpica de UCLA— ya están en marcha. Cambiar la sede sería más que un error político: sería un desastre económico y diplomático.
Infantino y Trump: una relación incómoda
Aun así, la amenaza no fue del todo improvisada. Trump y Gianni Infantino mantienen una relación estrecha desde que la candidatura norteamericana ganó la sede del Mundial en 2018. El presidente de la FIFA incluso participó este año en la llamada “Cumbre por la Paz de Gaza”, organizada por la Casa Blanca.
Esa cercanía alimenta la idea de que Trump podría ejercer presión informal. Cuando Sky News preguntó a FIFA si el gobierno de Estados Unidos podía determinar qué ciudades eran seguras, la respuesta fue ambigua: “La seguridad es responsabilidad de los gobiernos”. No lo confirmó, pero tampoco lo negó.
Infantino es un maestro de la diplomacia: evita confrontar a los poderosos, pero tampoco cede el control. En este caso, el mensaje entre líneas fue claro: la FIFA escucha, pero decide sola.
Las verdaderas decisiones pasan por el Consejo de la FIFA y los comités locales, no por amistades presidenciales ni llamadas telefónicas desde la Casa Blanca.
Cuando el dinero inmoviliza
Más allá de la política, existe una realidad económica que hace que mover un Mundial o unos Juegos sea casi una fantasía.
La Copa Mundial 2026 será la más grande de la historia: 48 selecciones, 104 partidos y 16 sedes en tres países. En Estados Unidos se jugarán 78 encuentros. Cada ciudad ha invertido millones en infraestructura, transporte, hoteles y seguridad desde 2018.
Solo en Massachusetts, se calcula que los partidos de Foxborough generarán más de mil millones de dólares en beneficios económicos. Cambiar esa sede implicaría romper contratos con patrocinadores, aerolíneas y cadenas de televisión.
En el caso de Los Ángeles 2028, el modelo es aún más sólido: los Juegos se financian casi totalmente con capital privado y reutilizan escenarios existentes. Por eso, el COI los presenta como ejemplo de sostenibilidad. Romper ese esquema dañaría gravemente la credibilidad de Estados Unidos como anfitrión de grandes eventos globales.
Política disfrazada de gestión
Si no puede hacerlo, ¿por qué insiste Trump? Porque la amenaza en sí misma es un acto político.
Trump ha construido su discurso sobre la idea de restaurar el orden. Al señalar a ciudades demócratas como inseguras, busca validar su narrativa de “yo contra el caos”. Al mencionar el Mundial o los Juegos Olímpicos, globaliza esa narrativa y la convierte en espectáculo mediático.
También refuerza su imagen de autoridad personal. La idea de que puede “llamar a Gianni” y mover partidos con una llamada forma parte de su estrategia de poder performativo: mostrar control aunque no lo tenga. La alcaldesa Wu lo resumió con frialdad: “Los acuerdos con FIFA están blindados por contrato. Ninguna persona, ni siquiera quien vive en la Casa Blanca, puede deshacerlos.”
El mito de la neutralidad deportiva
El episodio revela algo más profundo: la fragilidad de la neutralidad deportiva. Los grandes eventos internacionales dependen de una delicada red de gobiernos, corporaciones y organismos multilaterales. Esa interdependencia los hace vulnerables a líderes que intentan usarlos como herramientas ideológicas.
Para la FIFA y el COI, las amenazas de Trump son un recordatorio incómodo de su propia dependencia: necesitan la cooperación del Estado, pero deben mantener su autonomía. Cada vez que un líder político cruza esa línea, el deporte deja de ser un espacio neutral para convertirse en un tablero de poder.
La lección: el contrato vence al carisma
¿Puede Trump quitarle el Mundial a Boston o los Juegos Olímpicos a Los Ángeles?
No. Ni la ley, ni los contratos, ni la lógica económica lo permiten. Pero su insistencia muestra hasta qué punto los eventos deportivos pueden convertirse en escenarios de poder político.
El verdadero riesgo no está en que se muevan las sedes, sino en que se normalice la idea de que pueden manipularse según los intereses del gobernante de turno.
En un mundo donde la política se juega en las pantallas y la narrativa importa más que los hechos, el desafío para FIFA y el COI es demostrar que sus firmas pesan más que cualquier discurso.
Porque al final, el fútbol —y el deporte— es más grande que cualquier líder. Y aunque el ruido político intente apropiárselo, el juego, por ahora, sigue siendo del juego.