Holbox es un pedazo de paraíso suspendido en el Caribe mexicano. Este es todavía uno de esos pocos refugios medio vírgenes, medio hippies y medio despreocupados donde no hay coches (elija: o carrito de golf o bici o a pie), no hay calles asfaltadas, no hay grandes resorts con pulserita, no hay bancos (y sólo un cajero automático), el wifi viene y va y la luz eléctrica no llegó hasta bien entrados los años 80.

La ubicación exacta es a 145 kilómetros de Cancún, el mayor destino turístico de la Riviera Maya. El trayecto en carretera dura cerca de dos horas hasta el pueblo de Chiquilá, desde donde parten los ferries hacia Holbox (20 minutos dura la travesía). Teniendo en cuenta la abultada oferta de Yucatán (Tulum, Playa del Carmen, Chitchén-Itzá…) no muchos optan por viajar hasta aquí. Incluso para bastantes mexicanos es algo así como el fin del mundo. Y ahí está la gracia.

Empezamos visualizando la isla, que, para más datos, pertenece a la reserva protegida de Yum Balam, así que la conciencia ecológica está bastante arraigada. A lo que íbamos: playas de arena finísima en color blanco nuclear, manglares, cenotes, ríos salvajes, un único pueblo con casas de colores y techos de paja, puestos de artesanía, mercados callejeros de comida, lugareños acarreando ponchos, cocos y gallinas… Ése sería su lado más auténtico, más autóctono.

Luego estaría el bohemio, el artístico, el chic, el que atrae a celebrities como Carolina Herrera o Pablo Milanés, que montó un hotel hace unos años con su exmujer (Casa Sandra). Esta otra cara la forman tiendas coquetas de firmas independientes y locales como Lolita o Shalon, pequeñas galerías de arte (entra en Hoyo Negro, situada frente a la plaza principal), hoteles boutique como Las Nubes o La Casa de las Tortugas… Los dos son para quedarse a vivir. Tal cual.

Habría que añadir a la lista locales de música en vivo (de jazz a salsa) y vanguardistas multiespacios en los que igual se puede comprar un glamuroso chal o una silla de diseño que devorar un cangrejo en salsa de coco o tomar un margarita o un mezcal, el destilado de agave de moda. Luuma es uno de esos sitios top que aglutina todo. Apunta el nombre de su exótica tienda: Le Bazaar.

Holbox también organiza cada año un festival que ha lavado la cara a calles y edificios venidos a menos a través de murales coloristas. Tiene nombre propio, IPAF-Soñando por Holbox, y ya ha extendido sus tentáculos con espacios de arte urbano en otras regiones del país. Y eso que, hasta hace no tanto, la isla, de 1.500 almas y 40 kilómetros de largo por dos de ancho, no era más que un refugio de pescadores. Antes, eso sí, la habían codiciado los mayas. Y los españoles. Y los piratas ingleses. Pero aunque lo parezca, el nombre no tiene nada de británico. Es de origen indígena y significa agujero negro (de hecho, se pronuncia holbóx, con acento en la segunda o), el color de la laguna sagrada situada al sur de la isla.

Por su fuerte carga energética es uno de los lugares que visitan los turistas (calma: cero masas). También tienen mucho tirón los tours en barca en los que uno puede pescar y cocinar, ya que, tras echar el anzuelo, lo suyo es preparar un ceviche con lo cazado en el mar. Catarlo en la cubierta a modo de picnic acuático con una cerveza local y unos totopos (que no nachos) bien empapados en guacamole no tiene precio.

La excursión incluye la búsqueda de tiburones ballenas (el pez más grande del mundo), que se han hecho fuertes en estas aguas repartidas entre el Golfo de México y el Caribe. Se calcula que, cada verano, acuden 1.500. De ahí que la calle principal del pueblo se llame Tiburón Ballena. La zona también acoge 150 especies de aves, entre flamencos, garzas, milanos y pelícanos. Isla Pájaros, a 30 minutos en barca, como su nombre explica, es un buen lugar para el avistamiento. Y un buen colofón de unos días en Holbox.