El sincretismo entre las tradiciones y costumbres  prehispánicas y las españolas también se reflejó en las ofrendas de muertos. Y es que, por un lado, los pueblos mesoamericanos creían que el fallecimiento de las personas era sólo el final de una etapa ya que la vida se extendía en otro universo. De manera  que era común que conservaran cráneos como trofeos para mostrarlos en los rituales relacionados con la muerte.

Una de las tradiciones de estas comunidades era hacer altares, conocidos como tzompantli. Estos incluían una hilera de cráneos de quienes habían sido sacrificados en honor a los dioses. Se unían a través de perforaciones y se colocaban cerca de la imagen del rostro del señor del inframundo y los muertos, llamado Mictlantecuhtli.

Por otro lado, los españoles profesaban la religión católica, para la cual tanto los rituales, como los sacrificios humanos iban en contra de sus preceptos. Ellos ya celebraban el Día de los Fieles Difuntos. Y debido a que no pudieron imponer su tradición, sólo sustituyeron las prácticas de los indígenas; por ejemplo, con las calaveritas de azúcar.

Dulce mezcla

Los cráneos fueron reemplazados con calaveritas de azúcar hechas de la misma forma que los alfeñiques, una especie de caramelos o confituras con base en azúcar pura de caña que tienen diferentes formas. Su elaboración es sencilla, se trata de calentar azúcar, agregar un poco de limón y dejar que se forme una masa líquida.

En un molde en forma de cráneo se vacía la mezcla y se deja secar. Después se desmolda y se decora con azúcar glass de colores, se le pueden agregar anillos en los ojos, espirales en la parte superior del cráneo y una sonrisa. Sin embargo, lo que no puede faltar es el nombre de la persona a la que está destinada, ya que es un recordatorio de que la muerte es lo único seguro que hay.

Actualmente, también se hacen calaveritas de almendras, chocolate o amaranto y en algunos lugares de la República les agregan cacahuates, pepitas o miel en el centro. Cabe destacar que los primeros estados que acogieron esta práctica fueron Guanajuato y Morelos, pero sobre todo el Estado de México, el cual se convirtió en uno de los más importantes productores de alfeñiques.

Así, las calaveritas además de ser parte de una tradición en la que se recuerda a los seres queridos, es una broma para los vivos que encuentran su nombre, pero especialmente un manjar para terminar el Día de Muertos con un dulce sabor en el paladar.

Fiesta para las ánimas

Aromáticos, esponjaditos y deliciosos, los panes son el alimento más significativo que compone la ofrenda del Día de Muertos. Delicias elaboradas a lo largo y ancho de la República Mexicana. Los historiadores coinciden en mencionar que dicho manjar tiene especial significado ya que es el que invita fraternalmente al difunto.

En el libro El pan nuestro de cada día, de Sonia Iglesias y Cabrera y Samuel Salinas Álvarez, editado por La Cámara Nacional de la Industria Panificadora (Canainpa), mencionan que los muertos se les tiene que poner un pan especial, hecho para la ocasión.

El ingenio del mexicano para rendir culto a los fieles difuntos son infinitas. Por ello, existe un sinfín de variedades de pan de muertos, todos ellos con distintas características dependiendo de la región en las que son elaboradas.

Distintos tipos como el pan antropomorfo (figura humana),  mitomorfo (personajes mitológicos), fitomorfo (de flores y hojas) y zoomorfo (animales), son las divisiones que tiene las formas de los panes de muertos.

Flores, vírgenes, campesinos, borregos, caballos, conejos,  calaveritas, ánimas, peces, tortugas, sombreros, mariposas, camarones y elefantes, son tan sólo algunas de las múltiples formas que se plasman en los panes de los 32 estados de la República para rendir culto a los difuntos.

“En la ciudad de México, el creativo pan de muerto es un bollo redondo, blandito, adornado con cuatro o más canillas (simulando los huesos) y espolvoreado con azúcar blanca o de solferino. Está hecho de harina de trigo, manteca, agua de azahar, raspadura de naranja y cocimiento de anís”, se menciona en el texto de Sonia Iglesias.

Sopeadito en leche con chocolate, o simplemente a mordidas, lo cierto es que el pan de muerto es el alimento preferido de los vivos, que en esta época causa regocijo para los paladares; aunque no se sabe a ciencia cierta el punto exacto de su elaboración dentro del mundo culinario, actualmente es el elemento ideal de las ofrendas.

Ofrenda de sazones

Los altares de día de muertos son famosos no sólo por su significado y colorido, sino también por las delicias que contienen. Todos deben tener papel picado, que representa el viento, flores de cempasúchil y velas para indicar el camino que deben seguir las almas, agua y sal para que tomen fuerza, y alimentos.

El primero de noviembre se hace un altar para los niños, que generalmente tiene dulces y pan en forma de animales. Para el segundo día del mes se agrega la fruta, los platillos favoritos del difunto, bebidas de cualquier tipo, fotografías y cigarros.

La calabaza en tacha, el dulce de camote y el pan de muerto son de los alimentos más emblemáticos.

“El tradicional es el redondo con huesitos encima, pero en otras regiones hay de diversas formas. En Puebla y Tlaxcala hacen el pan de ánimas que tienen la forma del muertito. En Michoacán hacen las regañadas, donde le puedes poner una leyenda a tu suegra o a quien quieras”, explica Edmundo Escamilla, fundador de la Escuela de Gastronomía Mexicana.

Otro de los platillos tradicionales para la ofrenda es el tamal de frijol que, de acuerdo con la creencia, representa la carne indígena con sabor a maíz. En la zona Maya, el tamal típico es el Mucbilpollo. “Es horneado, envuelto en hoja de plátano, normalmente hecho en redondo, casi como una hogaza (…) se sirve acompañado de cebolla morada con chile habanero y con frijoles negros”, agrega el chef Yuri de Gortari.

¿DE DÓNDE VIENE LA TRADICIÓN?

Conmemorar a los muertos no es algo que haya llegado con la conquista de los españoles, pues ya en el México prehispánico se realizaban rituales al respecto. A diferencia de algunas religiones, los indígenas no trascendían dependiendo de cómo habían llevado su vida, sino a partir de cómo habían muerto.

Por ejemplo, aquellos que morían en una situación relacionada con el agua, como los ahogados, se dirigían al Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia. En el caso de los guerreros que fallecían en batalla, los comerciantes que morían llevando alimentos o mercancías y las mujeres durante el primer parto se iban al Omeyocan, paraíso del sol, regido por Huitzilopochtli, dios de la guerra.

En el Omeyocan sólo estaban cuatro años, mientras tanto acompañaban al sol todos los días, desde el amanecer hasta el medio día, y después regresaban a la tierra convertidas en aves de hermoso plumaje. Finalmente, quienes morían de forma natural estaban destinados al Mictlán, un lugar de reposo y abundancia.

Actualmente, “es una fiesta con muchos matices, hay lugares donde se permite a las personas hablar con las ánimas porque los primeros cuatro años pueden venir y manifestarse, según la creencia (…) en algunas comunidades se come en el panteón y se lleva música. Es una forma de recordarlos porque la verdadera muerte es el olvido”, concluye el historiador Escamilla.