Uno de los lugares imperdibles en una visita a La Habana es llegar hasta San Francisco de Paula, donde está Finca Vigía, que fue el hogar del Premio Nobel de Literatura, Ernest Hemingway.
En Finca Vigía, convertida en museo desde julio de 1962, pues fue voluntad de Hemingway donarla a Cuba, todavía se respira ese alo de grandeza que rodeó al controvertido personaje, que adquirió la propiedad el 28 de diciembre de 1940, aunque desde 1939 la había alquilado al francés Roger-Joseph D´Ornes Duchamp de Castanieux.
Allí se mudó más que todo por darle el gusto a su entonces esposa Marta Gellhorn, quien descubrió la propiedad, erigida sobre los restos de un fortín español del siglo XIX, al que debe su nombre. Fue Marta la encargada de redecorar la estancia a gusto de Hemingway. Y este la convirtió en su casa, el lugar donde tenía sus libros, sus animales, recuerdos de cacería y recibía a sus amigos, bajo la consigna lacónica de que «en Finca Vigía no entra nadie sin ser llamado».
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La sala, en la cual todavía están a medio tomar las botellas de tequila, whisky o campari; el aljibe de los tiempos españoles donde vivió por mucho tiempo una boa de dos metros llevada por sus hijos; la cocina a la que trasladó un televisor en noviembre de 1959 para que sus empleados vieran lo que «pasaba» en Cuba; la torre de tres pisos, hogar de sus cincuenta gatos y observatorio al mar desde el que nunca se acostumbró a escribir; o los freezer donde guardaba los casteros y atunes pescados en la «corriente del Golfo», siempre con la fecha de captura para cuando fueran servidos se le agregara al plato… Todo guarda la impronta original de un Hemingway que convirtió este lugar en su morada por más de veinte años.
Nada hay mejor para conocer a Hemingway que ver su «casa», como le decía, porque allí guardaba sus libros, más de 9 000 si contamos revistas y folletos; así como las inmensas cabezas disecadas de animales cazados por él, la raíz de mangle para la suerte en la puerta del despacho o la de ceiba, que hizo cortar su mujer, y cuya raíz disecó como perdón a los dioses africanos por privarles de su árbol sagrado.
Para llegar allí basta recorrer unos doce kilómetros desde el centro de La Habana en auto o en ómnibus de turistas. No importa cómo vaya, pero bájese en el portón. No haga igual que muchos, quienes prefieren ir directamente hasta la casa. Se perderá disfrutar de la vegetación, o subir el camino de grandes piedras que transitaba cada día Hemingway ayudado con un bastón rústico de madera, cuando iba a la tienda del pueblo a «echarse un trago».
No vea solo la casa, sino también la antigua cochera; o suba a la torre desde donde se divisa el mar. Deténgase un momento en la ventana del baño. Allí El Viejo solía esconderse a leer «su muerte», una recopilación de lamentaciones publicadas en la prensa, cuando en enero de 1953 tuvo un accidente durante un safari en África. Lléguese también hasta la piscina, que en sus tiempos fue testigo diario de las cincuenta vueltas que le daba el Papa, o de los cuerpos desnudos de Mary, su esposa, y Valerie, la secretaria, quienes se bañaban allí sin nada puesto, como él lo exigía, al igual que lo hiciera la escultural Ava Gardner, la diva de Hollywood que fue su huésped.
A un costado verá las tumbas de Negrita, Linda y Nerón, sus perros fieles, uno de ellos asesinado por los guardias de Batista cuando registraron Finca Vigía en 1958, pues sospechaba que el novelista colaboraba con los rebeldes de Fidel Castro.
Al final, en lo que fuera la cancha de tenis, descansa por siempre su «Pilar», el yate con el cual pescaba agujas o cazaba submarinos en la corriente del Golfo, y que fuera legado a su patrón Gregorio Fuentes, poco antes de partir de Cuba en 1960, presionado por el embajador norteamericano. Aquella mañana del 25 de julio de 1960, la última en Cuba, después de haber arreglado la noche anterior los papeles con Ly Samuels, su abogado en La Habana, mandó a llamar a su mayodormo René Villareal. Estaba en la sala, en su butacón, al lado del minibar. Acariciaba a uno de los gatos. «Prepara la del estribo», le pidió a René, refiriéndose a la mezcla de Tequila con agua de coco con la cual iniciaba los alcoholes del día. «Les dejé dinero con Samuels. Esto bastará para algunos meses», le explicó. Y al verlo con los ojos aguados, ante la inminente partida de Papa, sonriéndose y mirándolo a través del vaso Hemingway le aseguró: « ¡Regresaré, tonto, pronto regresaré!».