Entre montañas, bosques y lagos, los platos típicos de Tierra de Fuego son una prueba para el paladar más exigente. Centolla, merluza negra y cordero asado son algunos de los sabores más representativos.

Bajo las chimeneas humeantes que emergen de los tejados de Ushuaia, el calor de los fogones atrapa a decenas de comensales recién aterrizados o desembarcados en la isla, dispuestos a deleitarse con la afamada centolla del canal Beagle, la no menos renombrada merluza negra, mejillones de Bahía Brown o cordero fueguino asado a la estaca. Son mayoría los que procuran descubrir el sabor de esa enorme variedad de cangrejo de diez patas carnosas, una delicia que habían detectado los pobladores yaganes y pescaban mucho antes de que los primeros navegantes europeos irrumpieran en la geografía virgen del Fin del Mundo. El religioso inglés Thomas Bridges tuvo el privilegio de transformarse en el primer extranjero sorprendido por la captura de centollas y mariscos que los primitivos habitantes realizaban con medios precarios en el siglo XIX.

Hoy, ese ingrediente más apetecido, nada menos que la preciada carne blanca que mejor representa a los cocineros fueguinos -rica en yodo y proteínas y con mínimo contenido de colesterol-, es servido siempre fresco, al natural, en forma de crepe, lasaña, tarta, al vino blanco, a la milanesa, como paté, relleno en paltas y ravioles, transformado en salsa para pastas, con arroz o como ceviche. “Cinco minutos de cocción en agua hirviendo son suficientes para que la centolla se blanquee y esté lista para agregarle jengibre, laurel y sal gruesa. Sólo se comen los hombros y las patas”, ilustra Cristian Waisberg, chef del hotel Los Acebos.

La oferta de pescados y mariscos titila a toda hora en marquesinas, desborda de las pizarras y llena páginas enteras en los menúes de los restaurantes de la ciudad. La ruta 3 y los caminos serpenteantes que toman distancia del litoral costero para trepar los faldeos de la Cordillera apuntan hacia las pistas del centro de esquí Cerro Castor y una decena de parques de nieve, donde se imponen los paseos en trineos tirados por perros siberianos y los paladares se solazan con el cordero fuyeguinos, otro manjar que en estas latitudes no admite discusiones.

Sin embargo, a los pies del glaciar Martial, entre las elegantes instalaciones del hotel Las Hayas, los productos del mar mantienen su hegemonía. Al menos, eso se desprende de la pantagruélica cena, que arranca con centolla con pickle de salicornia y sigue con almeja y cholga de caviar de erizo, vinagreta de frambuesa y sopa verde, róbalo, trucha, una secuencia de sabores intensos rematada con merluza negra ahumada con turba, roll de conejo y jamón crudo de cordero a la pimienta magallánica.

SORPRESAS EN EL BOSQUE

La revalorización de los productos autóctonos también hace foco en el interior de la isla, allí donde toman forma nueve variedades de papa, ramilletes de berro, pamplina, perejil de monte, mutilla, sauco, frambuesa, chaura, una variedad silvestre de manzana verde y pimienta de canelo. Esa amplia variedad de productos ocultos en las entrañas del bosque terminó de convencer a Facundo Chiara y Jorge Monopoli -chef del restaurante Kalma- de los beneficios que podía redituarles el contacto con antiguos pobladores, productores y especialistas de instituciones vinculadas a la gastronomía para trazar los lineamientos de su proyecto Cocina Nómada Fin del Mundo. “A partir de mayo, una época de frío muy intenso, salimos a recolectar los frutos autóctonos, que tienen un alto valor gastronómico”, sintetizan el espíritu de su iniciativa.

Las condiciones especiales que impone sin medias tintas el extremo austral del planeta es un escenario pródigo en proezas y apuestas audaces, que -según el caso- redundan en obras eximias o rotundos fracasos. El producto local se moldea como una preciada mercancía a ser admirada por su confección artesanal, pero se desvaloriza a la hora de aspirar a posicionarse en el sector continental del país. El transporte por tierra y mar se encarece hasta niveles imposibles y el cruce por el sector chileno de la Isla Grande agrega más complicaciones a los productores fueguinos.

“Nos cuesta mucho conseguir materias primas. Compramos lúpulo en El Bolsón, malta en Tres Arroyos, botellas en Santa Fe y etiquetas en Buenos Aires”, admiten resignados el ingeniero químico Marcelo Mondini y el ingeniero agrómnomo Gustavo Álvarez, al frente de la fábrica de cerveza Cape Horn y Beagle.

Cajones y envases apilados en la planta instalada en el barrio Industrial -a 3 kilómetros del centro de Ushuaia- muestran a las claras el origen dispar de los materiales que utilizan. Es imposible detectar a simple vista la razón del sabor eminentemente fueguino que destilan las nueve variedades producidas aquí. “El secreto está en el agua que utilizamos, con escaso sedimento y pocas sales, producido por el derretimiento del glaciar Martial. Además, usamos cien por ciento de malta, sin agregados químicos”, revelan sin más lamentos.

TALENTO CHAQUEÑO

Un rato más tarde, con el fulgor de la luna copando de punta a punta la bahía de Ushuaia, el toque cítrico y algo dulzón de la variedad rubia de trigo malteado Beagle Wheat armoniza perfectamente con el penetrante sabor del mejillón en escabeche y la merluza negra, una delicadeza servida en el restaurante Küar por el chef chaqueño Ángel Ayala.

El refinado oficio del cocinero de Küar parece surgido de la misma escuela que formó a su colega porteño Ernesto Vivian, propietario del restaurante Kaupé y autor de un ceviche de cojinova -un pez que habita en estos mares australes-, merluza negra con espinaca y copa helada de mandarina que merecen el podio entre los platos insoslayables de Tierra del Fuego.

El circuito gastronómico por la capital fueguina suma y suma calorías, una reserva a mano como para reponer cualquier posible merma de energías. Pero, por ahora, el frío más crudo y la nieve irrumpen en cuentagotas y todavía es posible andar sin mucho esfuerzo por las calles y el bosque. La escarcha de la madrugada deja apenas una película fina en las escalinatas que ascienden hasta las casitas “trineo”, levantadas sobre pilotes, con patios y jardines, a un par de cuadras del centro. Esa perspectiva en altura de la ciudad y el canal es la mejor fuente de inspiración que encontró Carlos Necchi para instalar su fábrica casera de chocolates Choco al Fin y pasar horas en la cocina moldeando copos, chupetines, alfajores, trufas, huevos de Pascua, bombones de Fernet con cola y tabletas rellenas con almendras, piminenta de canelo molido, quínoa y arándano. El artesano del barrio Ecológico empezó hace seis años a poner en práctica los conocimientos que le transmitió un experimentado maestro chocolatero de Bariloche.

EL CHOCOLATERO MÁS FAMOSO

Aunque sostenida por exquisitos sabores naturales, su modesta producción parece irrelevante frente a la oferta de más de 60 gustos que ostenta Laguna Negra, la chocolatería insignia de Ushuaia, cuyos locales de San Martín al 600 y la esquina de San Martín y 25 de Mayo son una irresistible atracción para turistas de todos los confines, una romería multiétnica que no decae en todo el año.

Pese a la insistencia de Martín Elicabe -miembro de la familia propietaria de Laguna Negra desde 1989-, prefiero reprimir la tentación y limitarme a una módica degustación de dulces, amargos, chocolates con calafate, con ruibarbo y otros rellenos impiadosos, que amenazan con ir a parar sin escalas al paladar. Es que a dos cuadras de aquí, en la casa histórica, panadería y restaurante El Almacén, Enrique Chasco se apresta para guiar una visita por todos los rincones de la tienda de ramos generales fundada por José Salomón en 1913. No será todo: ya anunció que la recorrida será estimulada por los renombrados panes y la pastelería francesa sin aditivos ni conservantes del pastelero d ela casa, David “Dudú” Dumont. El encuentro con chasco y su cocinero estrella se estira un par de horas largas en las seis salas de esta encantadora casa-museo, una escala ideal para conocer la historia de Ushuaia a través de imágenes, recortes de periódicos y objetos familiares descoloridos por el paso de los años.

Los sabores típicos también resaltan entre las delicias libres de gluten exhibidas en la vidriera de Arte Gastronómico Ushuaia, en Fuegia Basket 465 casi Hilario Ascasubí. Desde su pequeño local, Ileana Videla y Paula Rodríguez procuran “que Ushuaia sea una ciudad amigable para los celíacos, que también ellos puedan comer rico y disfrutar”. Las dueñas de casa ponen especial énfasis en la calidad, el sabor y la textura de sus medialunas, alfajores bañados en chocolate, empanadas de cordero, panes, budines de limón, brownies, tortas y pastas.

Otras historias de tenaces luchadores, aún más expuestos a los dictados de la naturaleza, retumban sobre la costa de Puerto Almanza, una aldea de pescadores maltratada por temporales y vientos a 45 kilómetros hacia el este de la capital provincial. Los audaces marinos que se animan a lidiar contra olas de más de 2 metros de altura para lanzar sus redes con trampas al fondo del mar y regresar cuatro o cinco días después para recogerlas y desembarcar con la carga de centollas, centollones, erizos y mejillones en el muelle, meintras el viento silba y chillan bandadas de caranas revoloteando sobre el agua y cauquenes en el pastizal de la costa. “El centollón tiene patas más cortas y sabor más fuerte que la centolla”. Carlos Cárcamo es palabra autorizada para marcar la diferencia: pescador desde su infancia en Puerto Montt (Chile), experimentado buzo -protagonsita de decenas de rescates en los lagos y mares del Sur- y reconocido cocinero de pescados y mariscos en su restaurante El Rincón del Viejo. Parado a un costado de la salamandra encendida con leña, Cárcamo habla pausado y con la vista fija en el mar y el manto de bruma que desdibuja la silueta de Puerto Williams y la costa de la isla chilena Navarino. Su hijo homónimo lo observa con ojos que denotan admiración, hasta que lo interrumpe para añadir una obviedad: “El lugar donde se siente más cómodo está allí, en el agua. Si es por él, después de este cálido almuerzo prepara el equipo y sale de pesca”.

LOS FRUTOS DE LA TIERRA

El camino de ripio bordea la orilla del canal, atraviesa una lomada y descubre las parcelas cultivadas de Ruca Kelleñ. “En esta chacra no utilizamos pesticidas porque no hay pestes. La nieve mata cualquier bicho inconveniente y las plantas crecen muy sanas”, inflan el pecho Andrés Loiza y su esposa Catalina “Cathy” Rivera, dedicados a cosechar frutillas de tamaños desmesurados, frambuesas, ajo y ruibarbo. De aquí salen exquisitas mermeladas, dulces y tortas, que también se consiguen en las cuatro sucursales de El Artesano, en barrios periféricos de Ushuia, donde Loiza despunta su oficio de panadero.

De un lado del paseo costero late el poderoso encuentro del mar y el viento, contrastado en la franja opuesta por el bosque montado sobre los cerros. Algunos claros inundados delatan la obra destructora de los castores, la plaga inmanejable que derrumba lengas y forma diques en la espesura. Un enjambre de troncos tumbados es la mejor referencia para llegar al restaurante La Oveja Verde, en Puerto Paraíso, un mojón que surge en el momento oportuno, cuando ya el sol es un grato recuerdo y el frío acecha. Federico Pausello apura el cordero al asador, pero su invitación no tiene eco. No es cuestión de desairar a este isleño amable, aunque esta vez es preferible inclinarse por el chocolate caliente con tortas caseras, panqueque y budín que desbordan de la mesa preparada por Verónica De Pinto, la mujer del locuaz anfitrión.

La mañana siguiente vuelva a asomar soleada y fresca, un marco adecuado para desandar los 212 kilómetros de la ruta 3 desde hasta Río Grande. A mitad de camino, debidamente asesorado por la guía Painé, cumplo con la recomendación de comprar facturas y un sándwich en la panadería La Unión, una posta ineludible fundada en 1984 por el pastelero marplatense Emilio Sáez. A esta altura, el ritual -debidamente completado con un picnic junto al lago Fagnano- es cumplido al pie de la letra por centenares de fueguinos y turistas de paso por Tolhuin.

El rumbo de la ruta se acomoda decididamente hacia el norte y en el horizonte se perfila el cuerpo desarropado de la estepa. La vista armoniza con las proezas de aventureros que se escuchan en el vehículo. La guía Alejandra Montelongo se detiene en la legendaria figura del ingeniero inglés John Goodall, quien en 1931 no tuvo mejor idea que sembrar huevos de trucha marrón en el norte de la isla y convertir el río Grande en el pesquero de salmónidos más importante del mundo. El relato es retomado por otras voces en Río Grande. Se nutre de otros nombres célebres de esforzados pioneros durante una visita al tambo y la quesería de Escuela Agrotécnica de la Misión Salesiana. En la chocolatería Mamá Flora, Corina Molayoli tiene la delicadeza de rescatar la historia local con una taza de chocolate caliente acompañada con tostadas con dulce de ruibarbo. Colmado por los sabores de Tierra del Fuego, me topo con el dilema de dejarme llevar por ese cordero dorado a la estaca que convoca desde la estancia Las Hijas o caer rendido ante la trucha salmonada rellena a punto de salir a escena en el restó bar De la Ostia. Elijo seguir de largo, convencido de que no es el final de este súbito romance con Tierra del Fuego. Este páramo austral merece otras visitas.

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